Carlos Liberona, miembro del Movimiento de Izquierda Revolucionaria – MIR de Chile desde sus inicios ha fallecido recientemente el 11 de junio 2009. Pero antes que miembro del MIR ya era militante revolucionario y popular y lo siguió siendo después hasta su partida física.
Cuando en 1965 se reunieron en un local de Santiago cerca de una centena de representantes de diversos y numerosos grupos políticos revolucionarios pequeños y no significativos de la política nacional, precisamente, con la decisión común de salir de esa pequeñez e insignificancia para ser un actor político nacional revolucionario, ahí estaba Carlos, o Claudio, que era su nombre de guerra. Él provenía de los sectores más pobres y excluidos, de los campesinos mapuches del sur. Era hijo, como el decía, de la violencia, esa violencia social, económica, política y cultural, cínica y sutil, que los poderosos mal llaman “paz”.
Tras el golpe militar, como todos los militantes miristas acató la política de no asilarse y pasó a la clandestinidad hasta que fue detenido y torturado en Villa Grimaldi; salió al exilio europeo donde fue artífice de la difícil reconstrucción mirista, abriendo una profunda reflexión, muy seria, muy humana, no sólo mirista sino más ampliamente popular y revolucionaria, que habría de mantener hasta hoy. De esa reflexión profunda, y en la consecuencia de toda una vida siempre al lado de las luchas populares, incansablemente solidaria y respetuosa, se transformó en un Amauta, un sabio.
No un “cuadro” de esos que “hablan y escriben de corrido”, como el decía, y que hay tantos por ahí, usando su “conocimiento” para sembrar la división, la renegación y la crítica destructiva en el seno de los pueblos. Sino uno de esos ancestrales, propios nuestros, lleno de fe y de paciencia para articular a la diversidad, para estar al lado de los pueblos, a sus ritmos y a sus formas, atento a aprender. Un líder que no quería serlo, un padre que quería aprender de sus hijos, un inconciliable creyente en el rol decisivo de los jóvenes, las nuevas generaciones, de las que siempre estaba rodeado, apoyándolos, empujando sus iniciativas, enseñándoles silenciosamente que la revolución es la forma sencilla y diaria de hacer lo que se dice, de vivir en los nuevos valores, cultivando las virtudes escasas, difíciles pero imprescindibles de la articulación generosa y respetuosa para hacer de la emancipación una realidad de mayorías y no una arrogancia minúscula.
Nunca permitió que el hecho doloroso de que la “renovación” de las ideas revolucionarias había sido en Chile patrimonio de los vendidos a sueldo al neoliberalismo inhumano, nos llevara a la conclusión de que entonces no se debía re pensar y actualizar las ideas de liberación. Al contrario, en plena época de escepticismo y desorientación del Chile isla neoliberal en Latinoamerica, nos inculcó la fe indomable en los pueblos, en la resistencia de la vida, para crecer sin miedo en las ideas, formarnos como agentes de la emancipación humana con todo el conocimiento y la reflexión humanas. Nos entregó el saber de su generación, pero con la responsabilidad de incluir los muchos errores de ella, para llamarnos a crecer, a vivir en la responsabilidad con los pueblos y sus luchas y no en los discursos fáciles y las arrogancias excluyentes.
Recibí la noticia de su partida, como muchos, en medio de las luchas populares de Nuestra América, y estaba allí gracias a su apoyo permanente, a su ejemplo. Recordé una de sus frases y enseñanzas: “no inventamos nada”, “somos parte conciente del movimiento de los pueblos, nada más”, y entonces supe que estaba donde debía, silenciosa y sencillamente entre las luchas, siempre imperfectas, nunca teóricas y nunca pedantes, de los pueblos. Y que Carlos, o Claudio, sólo ha vuelto a las entrañas profundas de donde nos llegó, al verde de su sur campesino chileno, a enterrar su corazón en el pueblo continente para vivir en nosotros y hacernos más humanos, más revolucionarios. Y nosotros seguimos, claro que seguimos.
Ricardo J.